domingo, 30 de marzo de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (IV)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Barlow y yo empezamos a lanzar tajos de sable a los cables unidos a los garfios logrando que algunos hombres que se empeñaban en subir cayeran al agua. 

Figgis y Velasco, mientras, se dedicaron a poner en servicio un cañón giratorio.

Aparentemente habíamos limpiado de atacantes la cubierta y ahora el grupo dirigido por Fernándes se dedicaba a disparar con pistolas y mosquetes  contra las lanchas que aún se acercaban. Hombres que regresaban a todo correr de la factoría se dejaban caer en la cubierta para concederse siquiera unos instantes de reposo antes de volver a cargar sus armas.

Un grito de Velasco hizo que Barlow y yo retrocediéramos en el momento en que Figgis aplicaba un botafuego al oído del cañón. Un fogonazo seguido de un estruendo y de una nube acre de pólvora se sucedieron con rapidez mas el disparo, que debía haber barrido la lancha que se aproximaba, tuvo como resultado un coro de ayes y maldiciones pero no mucho más…

-Son judías-chilló Barlow. –No son saquetes de metralla.

Eran, en efecto, los saquetes de judías con que se cargaban las pequeñas piezas en previsión de que los negros se rebelasen durante sus periodos de ejercicio en cubierta. La respuesta de los de la lancha no se hizo esperar y una descarga de mosquetería nos obligó a agacharnos.

Allí tumbados vimos cómo Pepo, un grumetillo de once años, se deslizaba rápido como una ardilla a nuestro lado portando dos pesados fardos debajo de cada brazo.

Barlow sonrió al crío mientras alargaba a Figgis uno de los saquetes de metralla que había traído el chico. Mientras se cargaba la pieza un estruendo procedente del costado opuesto nos hizo girarnos: dos de las carronadas de aquella banda habían abierto fuego sobre la factoría.

La inesperada descarga pareció enardecer a los tripulantes del Portobelho, varios de los cuales, entre ellos Partridge, se nos unieron. 

Figgis volvió a arrimar el botafuego y el estruendo volvió a atronar y a expandir una nube de humo. No se había disipado aún cuando Velasco lanzó un grito de triunfo al ver a los ocupantes de la lancha destrozados como si fuesen ramas de árbol acribilladas por el granizo.

Fernándes, con una pistola en la diestra, empezó a ladrar órdenes y enjambres de hombres, esquivando los cuerpos y resbalando a causa de la sangre que cubría la cubierta, se lanzaron a trepar por los flechastes, o a los puestos bajo los palos.

Barlow mandó a Velasco a que tomara un grupo para levar anclas. No íbamos a esperar al alba sino a salir de allí en aquél mismo momento y el antiguo marino del Rey, tras volver a cargar él mismo el cañoncito, se lanzó al costado opuesto y, arrebatando un hacha de abordaje a un cadáver próximo, empezó a descargar golpes a las gruesas amarras que aseguraban el barco al pantalán. 

Pronto fue imitado por varios hombres que, con hachas y sables, se emplearon con idéntico ardor.

Un nuevo disparo de Figgis fue ahogado por el estruendo de una, y luego de otra, carronada cuyo fuego de metralla proyectaba una pantalla entre Barlow y los atacantes que avanzaban disparando por entre la factoría.

 No bien se hubo acabado de soltar la última maroma, el viento empezó a hinchar las velas y el Portobelho fue moviéndose, lentamente al principio, hacia la boca del meandro.

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