lunes, 29 de julio de 2013

LIBRO IV - Capítulo IX


      Diecinueve de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Si un adivino me hubiese dicho que mi destino después de combatir en Talavera y sortear a bandidos, piratas y jornadas a la deriva en el mar iba a ser instruir en el manejo del mosquete a salvajes cazadores de esclavos muy posiblemente hubiera recomendado que el visionario fuese recluido en Bedlam[1].

Pero la realidad es tan cierta como increíble. Este que acaba ha sido el segundo día que he pasado, en compañía del capitán Messervy y bajo la supervisión de Barlow, cargando y disparando un arma ante la silenciosa y atenta mirada de un grupo de feroces diablos tocados con turbantes azules que parece hubieran surgido de las entrañas del Infierno.

No he hecho más que ejecutar todos los movimientos mientras gritaba las órdenes en voz alta. Un fulani de Gambia llamado Thomas, un antiguo esclavo comprado en Jamaica, liberado por simpatizantes de la Secta de Clapham[2] y devuelto a África para, por increíble que parezca, abandonar la parcela de tierra que le habían asignado en Sierra Leona para irse al norte a trabajar para los cazadores de esclavos, hace las veces de interprete.

Cada vez que traduce las órdenes un coro de voces guturales las repite entre gruñidos. Forman un conjunto temible, aferrados a sus viejos mosquetes franceses Saint Etienne de 1728 (tal y como reza la inscripción junto a la cazoleta de los que he examinado), y observando con los ojos muy abiertos el Brown Bess que manejo.

Esta mañana Fernándes se marchó al interior con Legrand, Pouzada, Partridge y una veintena de marineros armados acompañando a Sembène y algunos de sus hombres. Al parecer iban a examinar las últimas capturas del jefezuelo y a cerrar el trato que habrá de llenar las entrañas del Portobelho de una legión de infelices a los que aguarda una vida, si es que se le puede llamar así, de miseria y desventura.

Sé que lo que estoy haciendo es inmoral pues estoy contribuyendo a que ese ser despreciable que es Mahamadou Sembène se haga más fuerte de modo que pueda capturar más y más gente que engrose la bolsa de los  negreros. Pero, de no hacerlo, es más que seguro que ya estaría muerto de forma que nunca tendría la más mínima oportunidad de volver a casa, a mi regimiento y a mi lugar que es luchando contra los franceses en vez de hacer de maestro de un hatajo de salvajes.

Messervy, que como ya cité no sabe nada del manejo del mosquete, se limita a supervisar los ejercicios de instrucción pues, al parecer, Sembène quiere que su horda tenga la apariencia de un ejército europeo. Es la primera vez que le veo sin su portadocumentos, que ha dejado en la cabina aunque los despachos los ha ocultado en una hendidura de la tablazón. Solamente sujeta siempre en una mano el estuche de madera de sus lentes, supongo que temeroso de perderlos.

Y, desde luego, a fe que los negros marchan y ejecutan los movimientos con una presteza que en nada habría de envidiar a los veteranos del II/87.
Todo cuanto veo desmiente a quienes juzgan a los africanos como animales: El antiguo esclavo, Thomas, que habla perfectamente nuestra lengua y la de los wolof pese a no pertenecer a ese pueblo; los guerreros de Sembène, marchando tan disciplinadamente como lo haría cualquier soldado blanco; el propio Sembène, intercambiando esclavos por armas modernas…
Por cierto que, acuciado por la curiosidad, no he podido evitar cuestionar a Thomas por su actitud habida cuenta de que ha conocido las miserias de la esclavitud. Confieso que no esperaba su respuesta, por otra parte cargada de cinismo y de sentido común:

-Es mejor estar a este lado de la cadena. No quiero volver a ser esclavo…




[1] Bethlem Royal Hospital. Institución pionera en el tratamiento de enfermos mentales
[2] Grupo abolicionista británico surgido a mediados del siglo XVIII

lunes, 22 de julio de 2013

LIBRO IV - Capítulo VIII


     Diecisiete de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Esta misma mañana he tocado tierra por vez primera desde que abandonara Lisboa hace ya cerca de dos meses.

Me sorprendió enormemente pues la perspectiva de salir del barco no era como para despreciarla. Fue Barlow quien nos requirió a Messervy y a mí para que les acompañase.

Resultó agradable sentir el aire del exterior, por más húmedo y caluroso que fuese y aunque la compañía no fuese la más deseable pues el bote que nos acercó al pantalán lo ocupaban el capitán Fernándes, el pagador don Tarsicio, el primer oficial Barlow y cinco marineros mas Messervy y yo.

Al tocar tierra, al fin, comprobé que no éramos los primeros en desembarcar pues varios marineros, armados con mosquetes, pistolas y sables cortos, montaban guardia en varios puntos del pantalán y sobre la empalizada que rodeaba el conjunto de barracones y cabañas que circundaba la zona. Nos recibió un sujeto bajo y de tez curtida al que Fernándes presentó como Patrice Legrand y que pasaba por ser uno de los más reputados intermediarios de Ziguinchor entre los esclavistas y los cazadores de esclavos wolof.

Y donde nos encontrábamos era en una factoría de esclavos, propiedad de Legrand, que arrendaba a clientes importantes (tal parecía ser el caso de Fernándes) que se ahorraban así pasar por el más concurrido puerto de Ziguinchor.

Ya habían desembarcado algunas cajas de mosquetes y Legrand parecía examinar uno procedente de una que había sido abierta. Pareció alegrarse mucho al oír que Messervy y yo éramos oficiales británicos y que teníamos (yo al menos sí) experiencia en combate. Dijo en un inglés plagado de palabras ininteligibles que nuestra presencia iba a ser muy necesaria para cerrar un ventajoso trato con un caudillo local. No quise preguntar la razón de su alegría pero Messervy, en un instante de lucidez y abrazado a su portadocumentos, espetó sobre si nos reservaban la tarea de enseñar a los salvajes a usar las armas de fuego. Creo que la contundente respuesta, un sencillo “Sí”, le desmoralizó  lo bastante como para, una vez vueltos al barco, sumirse en uno de sus episodios de melancolía que no pude paliar ni tan siquiera leyendo alguna de las misivas que había escrito a su esposa e hijos.

Y no hubieron de pasar muchas horas para que pudiera tener ocasión de conocer a uno de los personajes más siniestros que imaginarse pueda. Un estrépito de tambores y trompetazos anunció la llegada de un ilustre visitante: Mahamadou Sembène, caudillo wolof considerado como el mejor cazador de esclavos de aquella parte del Mundo, entró en el recinto cuyas puertas, abiertas de par en par, habían dejado pasar a los músicos y a dos docenas de hombres armados que se tocaban, indefectiblemente, con un turbante azul.

Era un sujeto menudo, ya mayor, pero con el inconfundible aspecto de ser hombre de respeto, aspecto corroborado por los ademanes de sus guardias.
No entendí gran cosa pero por los gestos y las expresiones pude deducir que Legrand, que oficiaba de interprete, al mostrar al jefezuelo los mosquetes y señalarnos a Messervy y a mí, cosa que provocó una estrepitosa sonrisa del africano, parecía estar acordando algo con aquél.

Y no me equivoqué pues, dejando aparte una comisión en metálico para el intermediario y el pago que se conviniese, las ochenta cajas de mosquetes mas cien barriles de pólvora, cincuenta de proyectiles y diez de pedernales, iban a ser el pago de nuestro cargamento y, además, yo mismo formaba parte de ese estipendio pues Legrand manifestó que los soldados británicos tenían fama de ser los que mejor disparaban y, por tanto, el tal Mahamadou Sembène estaba muy satisfecho ante la perspectiva de que fuesen verdaderos oficiales británicos quienes instruyeran a sus hombres.


Parece  que por una cruel ironía nuestro rescate se ha convertido en una fuente de beneficios para Fernándes pues, tal y como nos contó Barlow durante la cena, Sembène está tan entusiasmado que ha prometido mercancía extra (así describía a hombres, mujeres y niños) y un precio especial si los resultados responden a sus exigencias.