lunes, 9 de abril de 2012

LIBRO II - Capítulo 45 (V)


Dos de Agosto de 1809 (Anno Domini). Talavera


Nadie pudo dormir aquella noche.

Los cirujanos y sus ayudantes, trabajando a la luz de antorchas, se multiplicaban para aliviar en algo la tremenda carnicería en que se había convertido las laderas del Medellín.

Una vez desalojados los franceses (el 9º Ligero había llevado el peso del asalto) se reorganizaron las líneas y se puso sobre las armas a todos los hombres disponibles hasta que se establecieron los turnos de guardia y de descanso.

La brigada Löw, muy castigada, volvió a ocupar su puesto aunque esta vez tenía en su inmediata retaguardia a nuestra brigada, menguada sí pero decidida a resistir. Además, la cresta del cerro estaba ahora ocupada por la brigada de Tilson.

Los heridos, nuestros y franceses, yacían juntos en espera de su turno. La custodia de los prisioneros se confió a la caballería de Anson y muchos de nuestros hombres aprovechaban para cambiar sus incómodas mochilas John Trotter de madera por las magníficas francesas de piel de vaca. En alguna de éstas, convenientemente registradas, ha aparecido café que, apenas molido a culatazos, ha ayudado a permanecer de pie a los que están de guardia.

Una noche larga, no la olvidaré jamás, con el lamento de los heridos que aguardan o los desgarradores alaridos de los que están siendo operados.

Y hallándome de guardia  aconteció un suceso que, igualmente, permanecerá indeleble en mi memoria.

Un alemán del V/KGL se acercó adonde me hallaba junto a mi piquete y me informó de que un oficial francés se había presentado, con bandera de parlamento, y demandaba poder entrevistarse con un oficial del 87.

Intrigado, y en compañía del cabo “Big Joe” O’Connell y de los soldados “Shillelagh” O’Meara y Seamus Dennehy, me dirigí hacia el piquete donde se encontraba el francés. Resultó que el teniente Philippe Girard del 96 de línea, y que por cierto hablaba un inglés excelente, me saludó con toda cortesía y me dejó, lo confieso, estupefacto cuando me dijo que venía a devolverme algo que pertenecía a mi regimiento.

Casi pensé que se trataba de una burla pero cuando quise interesarme sobre el objeto en cuestión, Girard se retiró unos pasos atrás para volver con un abigarrado conjunto, difuso por las luces titilantes de las antorchas, que parecían ser cuatro soldados franceses que se esforzaban por sostener una rechoncha figura, tocada con un sombrero gacho, que canturreaba The Wearing of the Green con voz trabada.

Creo que nunca me había alegrado tanto de ver a un borracho confeso, por más hombre de Dios que fuera, aún en compañía de cuatro soldados enemigos que resoplaban acusando el esfuerzo y de un teniente de modales exquisitos que, al despedirnos y recibir mi más expresivo agradecimiento por su noble proceder, me correspondió con sus mejores deseos para con mi persona.

Qué extraños pueden ser los hombres. Mientras regresábamos a nuestro destacamento con mi escuadra, y dos alemanes que hube de reclutar para ayudar en el traslado de nuestro páter, pensé en el escaso sentido que tenía todo cuanto me rodeaba.

 Hemos luchado como fieras durante casi todo el día para que, al final, un enemigo, un oficial joven no muy distinto a mí, nos devolviera al viejo Fennessy borracho como una cuba pero vivo y sin un rasguño.
 Extraños hombres, sin duda, y extraña guerra en la que todo, lo mejor y lo peor, puede suceder 

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