sábado, 25 de febrero de 2012

LIBRO II - Capítulo 42



     Veinticuatro de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En los vados del Alberche
      
      La batalla se adivina inminente.

Ayer nuestra división, junto a la Primera y la brigada de caballería del general  Anson, recibió la orden de avanzar hacia el este, más allá de la villa de Talavera, y tomar posiciones en la orilla oriental del río Alberche, que poco antes habían cruzado fuerzas enemigas en retirada.

Parece que nuestra misión es cubrir a las tropas españolas que se han lanzado en persecución de los franceses. Estamos desplegados cubriendo los vados y un puente, más abajo, que enlaza con el Camino Real de Madrid en una zona de cultivo dominada por una edificación semiderruida llamada Casa de Salinas.

Ya el día Veintidós pudimos oír disparos procedentes del despliegue español. Parece ser que la división de caballería del Duque de Alburquerque chocó contra una fuerza de dragones franceses que resistió el envite de la infantería y la artillería españolas y se replegó en orden a continuación.

Sin embargo, no puedo decir que nuestro avance haya sido ninguna hazaña. Las dos divisiones han sobrepasado Talavera sin hallar resistencia y han progresado por entre los olivares y los pastos que se extienden al este de la población. No hemos visto a ningún enemigo y nuestras patrullas se han incautado, como objetivo prioritario, de todos los hornos de pan de la villa. Ya ni siquiera hay distinciones en nuestra dieta y soldados y oficiales venimos consumiendo las mismas raciones de galleta, tan duras que incluso se puede escribir en su superficie. Al menos, podemos permitirnos el lujo de dormir a resguardo pues los franceses, en su retirada, han dejado intactas las cabañas en que se habían alojado durante las últimas jornadas.

No sabría expresar exactamente cómo me siento pues la opresión que me atenazaba desde días pasados parece haber desaparecido o, más bien, ha sido sustituía por una mezcla de excitación y de algo que no sabría cómo definir pero que, tal vez, sea miedo.

Me avergüenza reconocerlo pero mis piernas tiemblan a cada paso en nuestro avance. Ya solo los oficiales superiores van a caballo y portamos solo lo indispensable. Todo el equipaje ha quedado con el grueso del ejército en la retaguardia y yo solamente conservo, aparte de las armas, este diario, unos cuantos lápices y las cartas del teniente Laherty, que espero devolverle cuando haya acabado todo.

Me siento extraño escribiendo estas líneas mientras los españoles están  buscando trabar batalla al tiempo que nosotros, dos divisiones enteras, estamos aquí mano sobre mano. Imagino que el general Wellesley conoce su oficio y nuestro despliegue aquí tiene, por tanto, su razón,

 Y más extraño me resulta aún verme a mí mismo como veterano, empleando el mismo lenguaje que éstos cuando me refiero a la contienda que nos aguarda.

“Cuando hubo acabado todo”, así solía terminar mi padre sus relatos de batallas y yo, un jovenzuelo que aún no ha visto una verdadera batalla, me permito usar esas mismas palabras. Verdaderamente, si mis hermanos estuvieran aquí hoy, se burlarían de mi presunción.

Qué confusión de emociones, en suma, se enseñorea de mi Ser. Estoy a punto de cumplir el deseo al que aspira todo soldado: la prueba de fuego.

Es lo que he deseado siempre y, sin embargo, se me antoja ahora mismo como el regalo que te entrega el Diablo a cambio de tu Alma.

martes, 21 de febrero de 2012

LIBRO II - Capítulo 41



Veintidós de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. En ruta por España

Estamos en tierras castellanas, las mismas que hollaran un día mesnadas de guerreros de la Cruz empeñados en devolver toda esta nación a la Ley de Dios.
 Hemos dejado atrás Oropesa y marchamos hacia el este, en paralelo a las tropas españolas

Al parecer, según siempre el teniente Tarín, cuya erudición sobre la Historia de España convoca cada día a mayor número de oyentes deseosos de saber de heroicos momentos del pasado, esta villa de Oropesa fue, durante mucho tiempo, la frontera entre la Cruz y el Islam, entre Castilla y los reinos musulmanes del Sur. Cuenta, como no podía ser de otra manera, con un castillo y con un Colegio de Jesuitas, esos esforzados soldados de Dios siempre prestos a llevar su palabra allí donde nadie se atreve a hollar.

Asimismo, pues esta es tierra fecunda en soldados, Tarín nos ha hablado de Rodrigo Orgóñez, uno de los captores de Francisco I en la batalla de Pavía y partícipe de la conquista del Imperio de los Incas; y del Duque de Alba, azote de los holandeses, a quien corresponde el señorío de estos lares.

El calor se hace más y más intenso conforme avanzamos. No son pocos los hombres que caen al suelo, vencidos por la inclemencia del tiempo, por la sed y por el escaso sustento que les proporcionan sus magras raciones. Ignoramos cómo estarán de abastecidos los españoles pero me cuesta imaginar que estén peor que nosotros.

Parece ser, al menos es lo que asegura el ayudante del Intendente General, que el general Wellesley ha exigido al general Cuesta los suministros prometidos e, inclusive, ha llegado a insinuar al español que si no nos surten adecuadamente abandonaremos la lucha y nos retiraremos a Portugal. No parece, desde luego, una perspectiva halagüeña el volvernos a Abrantes, o a Lisboa, o a donde sea sin haber entrado en combate. Egoístamente espero no tener que verme como aquél teniente del III/27 que volvía lloroso y cabizbajo a Lisboa hace apenas unos días.

Mientras esto escribo siento como si una fuerza irresistible anidara en mi pecho y me impeliera a la batalla. Es una sensación extraña, aunque en cierto modo familiar, pues la conozco bien desde que era un niño. Mi padre, cuando nos contaba a mis hermanos y a mí sus experiencias en la guerra (nunca nos hurtó ningún aspecto de la misma, por desagradable que fuera) hablaba a menudo de algo parecido: una presión en todo el cuerpo y que anunciaba la inminencia de un combate.

Ignoro si mis sentimientos son los mismos que mi padre experimentaba pero, de ser así, si realmente estoy presagiando la lucha, esta me encontrará dispuesto a afrontarla. No quiero dejarme abatir por el pesimismo de modo que asumiré mi mando y cumpliré mis órdenes llegado el momento,

Y no podría acabar estas líneas sin referirme a ese que se ha convertido en mi fiel compañero al final de cada jornada. Estas tierras, castigadas por el sol inclemente, son el escenario donde cierto Ingenioso Hidalgo ha comprometido su honor en la defensa de los débiles y en la virtud de Dulcinea mientras que su fiel Sancho, paciente y leal, sueña con su Barataria.


Hoy, con las últimas luces del crepúsculo, mientras contemplaba cómo el sol se ponía, me ha parecido vislumbrar en la lejanía la alta figura sobre el desmadejado rocín seguido por su orondo escudero, buscando sin duda empresas dignas de su valor.

domingo, 12 de febrero de 2012

LIBRO II - Capítulo 40



Veintiuno de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. A las afueras de Oropesa

Aunque mi cuerpo se resiente de la marcha forzada que hemos mantenido los últimos días, y que me han mantenido apartado de estas queridas páginas, debo reservar mis últimas energías de la jornada para consignar las novedades que ésta nos ha deparado.

En primer lugar mencionar una importante alteración en la Tercera División: el III/27, de la brigada McKenzie, ha sido sustituido por el II/24.

Es un honor, en cualquier caso, pertenecer a la misma división en la que forman los rudos galeses del 24, apodados “Los chicos de la Esfinge” por la insignia que lucen y que conmemora su brillante actuación en Egipto.  Esta nueva, empero, nos ensombrece a muchos el ánimo pues nuestros “primos” del 27, los  bravos Inniskilling, han sido relegados a Lisboa como guarnición.

Siempre veló mis ánimos la amenaza de no llegar a entrar en combate. Mis temores se vieron reforzados por la animosidad que el general Wellesley parece manifestar por los hombres de Erin. Creo que nunca olvidaré la triste estampa de un joven teniente de la compañía ligera del III/27: cabalgaba con la mirada perdida, fija en el infinito, mientras las lágrimas surcaban su rostro y se mordía los labios para reprimir el estallido del llanto.

No he llegado a saber su nombre, realmente no he querido saberlo, pues tal vez podría haberse llamado Ian Talling y ser el II/87, y no el III/27, el batallón que haría el camino de vuelta a Lisboa.


A ese hombre le han hurtado la Gloria aunque, y eso es innegable, le han permitido vivir más tiempo. A mí, sin embargo, me corresponde aquella o, mejor dicho, la opción de alcanzarla. No todo el que entre en combate la logrará y, aún en el caso de obtenerla, solo Dios sabe cuántos estarán vivos para saborearla.

Todo esto me hace reflexionar en lo disparatado del asunto. Ese teniente, desgarrado por no poder ir a la guerra, y yo feliz ante la posibilidad de morir. Este episodio me ha hecho pensar en el teniente Laherty, mi compañero en la Compañía Ligera. Creo que hubiera dado cualquier cosa por cambiarse con aquél desconsolado oficial y, de no mediar su honor y sus deberes para con su padre, lo hubiera hecho. Nunca he intimado demasiado con él y la única vez que he intentado ganar su confianza solamente obtuve la manifestación de su certeza ante su inminente muerte y un fajo de cartas, de cuya entrega personal he empeñado mi palabra, para su padre y su prometida.

Qué injusto puede llegar a ser el Destino que preserva la existencia de quienes están dispuestos a sacrificarla y arroja a los campos de Marte a los que rinden culto a la vida.

Pero, como consigné previamente, esta jornada ha deparado otro suceso digno de ser recordado. Hoy el Ejército Expedicionario Británico, agotado pero decidido y presto a la lucha, ha tomado contacto con sus aliados. Aquí mismo, en Oropesa, el ejército español, a las órdenes del general Cuesta, se halla acantonado. Solo es cuestión de días que marchemos juntos en busca del enemigo.