lunes, 9 de enero de 2012

LIBRO II - Capítulo 37



Trece de Julio del Año de Nuestro Señor de 1809. Plasencia

El haber cambiado las marchas por sesiones redundantes de instrucción tal vez pueda no ser el mejor modo de descansar, pero el ánimo de los hombres está un tanto más elevado desde los horribles castigos que hubieron de presenciar hace apenas unos días.

Las órdenes desde luego han sido tajantes: Descanso y Reposo pero sin entregarse a la Molicie. Ello significa que el reglamento más estricto impera en nuestro campamento y que las horas de servicio se cumplen a rajatabla. No obstante, no es lo mismo que marchar durante todo el día bajo el terrible sol y el calor de esta parte del Mundo. Los hombres, acostumbrados a su rutina diaria, han dado por bienvenido el monótono ritual de ejercicios. Cierto es, sin embargo, que se ha reducido el número de prácticas de tiro pues la inminencia de la contienda hace necesario que la cantidad de munición, pólvora y pedernales esté rigurosamente contabilizada.

No es infrecuente ver a los intendentes de los regimientos armados con cuartillas y lápices revisando las existencias asignadas a sus respectivas unidades; los conductores del tren de bagajes aprovechan el interludio para revisar sus vehículos.

 Todos los días, por la mañana y por la tarde, los de caballería ejercitan a sus monturas para evitar que pierdan sus cualidades físicas, aquellas que pueden significar la diferencia entre un jinete vivo y uno muerto.

Los de artillería, en fin, practican, aunque sin abrir fuego, todo lo relativo a su oficio. Resulta un espectáculo verles ejecutar todas las maniobras con una celeridad y una exactitud  que, desde luego, resultan sumamente inspiradoras, por cuanto su profesionalidad está fuera de toda duda, a la vez que tranquilizadoras, pues de estos hombres puede depender el éxito de nuestra empresa. En este sentido no dejo de tener presente que los franceses tienen una bien merecida reputación en ese campo, y que les viene del propio Napoleón y de su pericia en el sitio de Tolón.

No todo, empero, tiene que ver con la Guerra. Disponemos de tiempo para recrearnos en las maravillas que pueden verse en este lugar y, creo que es ocioso reseñarlo, disfrutar de los agasajos con que nos obsequian los lugareños.

Impresionan las murallas que rodean la villa. Los torreones se me asemejan a ciclópeos centinelas que parecieran guardar con celo a la hermosa Catedral Nueva. No tenemos nada como esto en Irlanda, aquí parece que hasta las aldeas más insignificantes cuentan con su propia catedral o fortaleza.

Los españoles, por su parte, no parecen disgustados con nuestra presencia. Además, la circunstancia de que hable con mayor o menor soltura su lengua parece agradarles sobremanera, hasta el punto de que el solo hecho de que intercambie un saludo en español garantiza un vaso de vino o una copa del excelente aguardiente de cerezas casero tan querido por el padre Fennessy.

Quisiera pensar que en verdad nos consideran sus aliados pero no se me hurta el hecho de que la presencia de nuestro ejército se haya convertido en una fuente de beneficios para estas gentes. Me ha sorprendido la cantidad de provisiones que han adquirido nuestros soldados, provisiones que se supone nos debían proveer los españoles. Desde pan hasta huevos o vino, nada parece faltar en las despensas de los naturales, llamados placentinos y, por supuesto, los que de entre los nuestros pueden permitírselo no se privan de nada pagando lo que les pidan.

Me cabe, pues, la duda de que tal vez no sería un comportamiento muy diferente si fuésemos franceses, y nuestra bolsa estuviera bien provista.

Hermosa villa, sin duda, que hace honor al lema que acuñara su fundador Alfonso VIII de Castilla:


 “Ut placeat Deo et hominibus”[1]   
 


[1] “Para que agrade a Dios y a los hombres”

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