jueves, 17 de febrero de 2011

LIBRO I - Capítulo 4

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada IV)
Cuatro de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. A bordo del HMS Thebes
Día dieciséis de travesía.
Al fin podemos disfrutar de un tiempo relativamente bueno. Después de tanto tiempo recluido en las cubiertas inferiores se agradece poder salir al aire libre.
Esta misma mañana hemos intercambiado mensajes con una goleta británica, en concreto la Seawitch de Plymouth, que está al corso y regresa de un crucero por la costa meridional de España. Aparte de los saludos han incluido información sobre la situación en la Península y las noticias no parecen ser buenas: el mariscal Soult amenaza a nuestras tropas desde Oporto mientras que el mariscal Víctor y el general Lapisse hace lo propio desde las provincias españolas de Toledo y Salamanca. Habrá que confiar, pues, en la pericia del general Wellesley y rogar para que no acabe sus días como el llorado Moore.  
Aparte la novedad que supone avistar nave amiga debo decir, honestamente, que esta prolongada reclusión ha servido para poder estudiar a fondo el manual inspirado por el Duque de York, cuando era Comandante en Jefe, y redactado por quien lo es en la actualidad, Sir David Dundas; Reglas y Regulaciones para el Ejercicio de Movimientos de Formación de Campaña de las Fuerzas de Su Majestad que constituye la base de nuestro sistema militar. Considero una obviedad que, como oficial que soy, haya de conocer mi oficio en el aspecto teórico ya que no he podido hacerlo, aún, en el práctico.
Pero el verdadero oficio del soldado se aprende combatiendo. Siempre he creído, y cuanto he conocido hasta entonces lo confirma, que solamente puede uno entender la guerra si entiende al soldado común y corriente. Muchos son los oficiales, y aquí hay que incluir a Sir Arthur Wellesley, que ven a sus hombres como a una simple chusma armada que ha de ser fustigada para que cumpla su deber y controlada para que no se lance al saqueo o a la deserción. Desgraciadamente esta opinión está muy extendida por entre los mandos regulares. Menos extraño resultaría en la Milicia con sus aprendices de oficial, que sientan cátedra sobre las cosas de la guerra cuando no han estado en ninguna, y que pontifican sobre los beneficios de "una buena tanda de azotes de vez en cuando".
Sin embargo, el abismo que separa al soldado del oficial se ensancha tanto más cuanto el segundo es incapaz de ponerse en la tesitura del primero. No se puede comprender qué es lo que pasa por la cabeza de un hombre al que ponen a cien o doscientas yardas de un millar de mosquetes prestos para hacer fuego sobre él. Un hombre que ha acabado alistado por mil y una causas todas ajenas a su libre voluntad para hacer todo cuanto quieran ordenarle, sea moral o inmoral, posible o imposible por un chelín diario menos las retenciones (que son muy numerosas y muchas de ellas terriblemente injustas).
Pero ése es el tipo de hombres que gana las batallas. Y las gana de un modo poco convencional en lo que respecta al arte de la guerra. Si en el Continente el apoteosis de la infantería es cargar a la bayoneta, en el ejército británico lo es la cadencia de fuego.

No es ningún secreto que somos el único ejército que hace prácticas con fuego real. La razón es sencilla: al ser numéricamente inferiores que cualquier otro ejército europeo no podemos permitirnos la sangría humana que suponen las cargas. Por ello aprovechamos la empecinada costumbre de la bayoneta para levantar una barrera de fuego capaz de detener cualquier intento de romper nuestras líneas.  Y he aquí donde se aprecian los frutos de la instrucción en el tiro que hacen que el infante británico pueda hacer cuatro descargas en un minuto. No se trata de disparar más rápido sino de disparar con constancia. Tal y como dicen “Red” y Carpenter, llega un momento en que el soldado ejecuta las acciones y los movimientos de un modo natural. Y es una visión habitual que un batallón formado en línea (en dos filas) realice cuatro devastadoras descargas (dos por fila) en algo más de treinta segundos. Es un volumen de fuego tan intenso que cualquier masa de infantería que intente quebrar la línea recibiría un castigo tan insoportable que no tendría más remedio que recular. Es en esta circunstancia cuando sí es practicable realizar una carga  a la bayoneta, encabezada por la compañía de granaderos, contra el enemigo en fuga (aunque a veces este menester nos es hurtado por la caballería).
Así pues, siguiendo los impagables consejos de estos dos veteranos, y aprovechando la tregua que nos ha otorgado la climatología, puedo ejercitarme con fuego real sobre la cubierta de la Thebes. Para dar mayor veracidad a las pruebas, Carpenter ha pedido a un gaviero que coloque un blanco de latón del tamaño del diámetro de un chacó a la mitad del bauprés mientras que nos situamos bajo el palo trinquete, desde donde haremos fuego.
Siempre he sido aficionado a la caza por lo que gozo de una puntería bastante decente. Pero no es lo mismo disparar sobre un venado o un pato que sobre un voltigeur y todo ello en medio de un infierno de humo, gritos y disparos. Es fácil entender al soldado cuando entras en su mundo: un disparo, dos, tres...así hasta una docena larga. Al cuarto ya tienes la garganta ardiendo por el humo de la pólvora, los ojos están lacrimosos desde el primer disparo y, a esas alturas, estarán ya enrojecidos aunque nadie lo notaría ya que el rostro está ennegrecido por el humo que sale del percutor después de que el martillo prenda la pólvora de la cazoleta e impulse la bala. El movimiento del barco no facilita en nada el tiro y hace incluso difícil las operaciones de carga y cebado del arma.
Una decepción: de catorce disparos en seis minutos solamente he hecho tres blancos. Si fuera un simple soldado, dice Carpenter, hubiera recibido ya el correspondiente castigo. Me asusta el hecho de un resultado tan pobre, y eso que no estaba sometido a fuego contrario. Ignoro si tendré ocasión de usar el mosquete en combate pues no es un arma que usen los oficiales (excepto los de fusileros) pero tengo el firme propósito de ejercitarme en su manejo para que, llegado el momento, mis hombres puedan decir que el teniente Talling sabe desempeñarse como cualquiera de ellos.  

 © Fernando J. Suárez de Miguel

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